¿Por qué le decían Pepe si no se llamaba José? ¿Cuál era la razón de ese sobrenombre extraño? Ya siendo botija, sus propios amigos en el barrio lo empezaron a llamar así porque con la pelota era picante, hacía lo que quería. Y “Pepe” es la traducción de “pimienta” en italiano. Ese apodo le quedó para toda su vida.
En la vasta galería de leyendas que el fútbol uruguayo ofrendó al mundo, pocos brillan con la luz de Juan Alberto Schiaffino. No era la furia de un Obdulio Varela, ni la flecha indomable de un Alcides Ghiggia. Pepe fue la inteligencia personificada sobre el césped, un estratega silencioso, el cerebro que entendió el juego como nadie, incluso en el momento más ensordecedor de la historia del fútbol. Su vida, un recorrido desde los potreros de Pocitos hasta el estrellato europeo, estuvo marcada por una elegancia innata, una modestia casi radical y un don para anticipar el futuro en cada pase.
De Pocitos, pero nacido en el Barrio Sur
El 28 de julio de 1925 -se cumplen este lunes 100 años-, en el corazón del Barrio Sur en Montevideo, muy cerca de la antigua sede de Peñarol, vio la luz un niño destinado a la gloria. Hijo de un modesto obrero municipal y de madre paraguaya ama de casa, la familia Schiaffino, de raigambre italiana, forjó en Juan Alberto una personalidad templada, trabajadora y reflexiva.
No había en sus primeros años atisbos de la exuberancia o la bohemia que a veces acompañan a los genios. Pepe era un botija más, se mudó con su familia a Pocitos, en donde se crio, quizás con una mirada algo más profunda, que ya en los baldíos de su barrio demostraba una relación especial con el balón.
De niño su papá lo llevaba a él y a su hermano Raúl, dos años mayor, a ver a Nacional, y se hizo hincha.
No era el más rápido, ni el de la pegada más potente, pero su pelota siempre iba al lugar exacto. Desde muy chico, en equipos barriales de Pocitos como Raulito, Arizona y Olimpia Juniors, los rivales comenzaban a notar esa rara habilidad para desaparecer y reaparecer con el balón pegado al pie, o para filtrar un pase donde no existía un hueco.
Esa inteligencia, ese ajedrez mental que Schiaffino jugaba en cada instante, fue lo que Peñarol, el club de sus amores luego de aquel inicio siendo tricolor y su destino, supo ver cuando lo reclutó para sus juveniles en 1943 en un campeonato de menores que organizaron los manyas y que él jugó con el club Tigre de Pocitos junto a su hermano Raúl. Lo vieron y no dudaron. El flaco de Pocitos empezaba a gestar su leyenda en Las Acacias.
Una historia tremenda en Peñarol
En Peñarol, Schiaffino se consolidó como una pieza fundamental, debutando en Primera en 1946. Fueron nada menos que Aníbal Tejada -uno de los árbitros uruguayos en la Copa del Mundo de 1930 y también entrenador- y Alberto Suppici, técnico campeón del mundo con Uruguay en el Mundial de 1930 y fundador de Plaza Colonia, quienes lo ascendieron de la Tercera división a la Reserva, la que iba a ver muchísima gente de preliminar de la Primera. Debutó con un 6-2 contra Nacional en un clásico.
Su posición, el entreala -como se le decía entonces-, le permitía flotar entre el mediocampo y la delantera, como un artista entre la brocha gorda y el lienzo.

Allí, con la camiseta aurinegra, Pepe tejió jugadas imposibles, pases filtrados con la precisión de un bisturí y una visión de juego que lo colocaba varios segundos por delante del resto.
No necesitaba correr desaforadamente; su mente ya estaba en el próximo movimiento.
Junto a figuras como Alcides Ghiggia, Óscar Míguez, Juan Hohberg y Ernesto Vidal, Schiaffino forjó un equipo que arrasó en el fútbol uruguayo, levantando cuatro Campeonatos (1949, 1951, 1953, 1954). Esa era la llamada “Escuadrilla de la Muerte”, una delantera fenomenal.

En 1949, participó además del “Clásico de la Fuga” en el que ganaban 2-0 y Nacional no se presentó a jugar el segundo tiempo. ¡Cómo habrá sido aquella vuelta olímpica que fue su primera en Peñarol!
Su comprensión del juego era tal que, se decía, podía dictar instrucciones con la mirada, con un simple toque, moviendo hilos invisibles que desarmaban cualquier defensa. Era el cerebro, el director de orquesta que hacía sonar una sinfonía perfecta con el balón. Pero su obra cumbre, la que lo catapultaría a la eternidad, aguardaba en una tarde de invierno brasileño.
El silencio de Maracaná y el gol que cambió la historia
Pepe Schiaffino tiene un récord que muy pocos, quizás solo Néstor “Tito” Goncalves pudo igualar: en 1945, debutó primero en la selección uruguaya que en el primer equipo de Peñarol.
Fue el 29 de diciembre de aquel año en un partido que organizó el Círculo de Periodistas Deportivos contra Argentina y que terminó 1-1. En los minutos que jugó en el segundo tiempo, asistió a su hermano Raúl para que igualara el clásico del Río de la Plata.

El Mundial de Brasil 1950 no fue una Copa del Mundo cualquiera; fue la coronación de un sueño para Brasil, un carnaval anticipado en el coloso de Maracaná. Uruguay, el modesto visitante, llegaba al partido final, el 16 de julio, como la víctima. Cerca de 200.000 almas brasileñas, una marea de gente, esperaban la consagración. La prensa ya había impreso los titulares de campeones.
Cuando Friaca anotó el 1-0 para Brasil al inicio del segundo tiempo, Maracaná estalló. Pero en medio de ese trueno de alegría, una figura serena, casi imperturbable, se mantuvo en su lugar: Juan Alberto Schiaffino. Sabía que la historia aún no estaba escrita.

A los 66 minutos, en una jugada que quedó grabada a fuego, Obdulio Varela inició la gesta, Ghiggia desbordó por la derecha, y en el punto penal, con la sangre fría de un cirujano, Pepe Schiaffino remató cruzado, potente, venciendo al arquero Barbosa. El rugido de Maracaná se ahogó, se transformó en un murmullo de incredulidad. Su honestidad era tan brutal, que algún día, años después, dijo que le pegó mal a la pelota y que la había querido meter en el otro ángulo.

Ese gol no fue solo un empate; fue un golpe al alma del favoritismo, la inyección de fe que el equipo uruguayo necesitaba. Fue el silencio más estruendoso del fútbol, el presagio de una gesta inigualable. Su inteligencia en la cancha, su capacidad para leer ese momento único, fueron vitales. La leyenda del Maracanazo le pertenece en gran parte a su visión, a su frialdad para convertir lo imposible en realidad.

El salto al calcio y el ídolo de Milan
En el Mundial de Suiza 1954, continuó dictando cátedra y con la selección uruguaya, estuvieron a segundos de eliminar de atrás a Hungría, la vigente campeona olímpica que tenía más de 30 partidos invicta y a jugadores espectaculares. Pero tras el 2-2 de Hohberg, un remate suyo se quedó en el barro cuando entraba y era la victoria, y en el alargue, sin Obdulio Varela lesionado, se perdió el partido y la chance de la final.
El eco de su maestría lo llevó directamente a Europa. Enseguida de ese Mundial, Milan no dudó en desembolsar una cifra astronómica para la época: 52 millones de liras por su pase.
Pepe llegó a Italia con la etiqueta de campeón del mundo, y no defraudó. En Milan, durante seis temporadas (1954-1960), demostró que su genio no conocía fronteras. Se adaptó a un fútbol más táctico y defensivo sin perder un ápice de su magia. Era el cerebro en estado puro, un "regista" que anticipaba cada jugada, un pasador insuperable.
Con Milan, Schiaffino conquistó tres Scudettos (1955, 1957, 1959) y alcanzó la final de la Copa de Europa en 1958, en una épica batalla que perdieron ante Real Madrid de Alfredo Di Stéfano y en el que jugaba el uruguayo José Emilio Santamaría. Su presencia en la cancha era sinónimo de victoria.
Tanta fue la idolatría que generó en este club, que el día de su muerte, el 13 de noviembre de 2002, Milan jugaba de local ante Deportivo La Coruña por la Champions League. Si bien no había redes sociales, la noticia se conoció rápido. Tanto fue así, que previo a ese partido -que ganaron los españoles 2-1-, se realizó un minuto de silencio en el que en el Estadio San Siro no volaba una mosca.
En 1960, ya con 35 años, pasó a Roma. Dos temporadas más (1960-1962) le bastaron para sumar otro título, la Copa de Ferias de 1961, el primer logro internacional del club romano.

En Italia, Schiaffino fue un ídolo, un maestro reverenciado por compañeros y rivales. Su paso dejó una huella profunda, siendo considerado uno de los mejores extranjeros de la historia de la Serie A.
A su vez, jugó cuatro partidos con la selección italiana, con Alcides Ghiggia como compañero, dos de ellos, por las Eliminatorias para el Mundial de Suecia de 1958.
Su etapa como técnico
Fuera de la cancha, Juan Alberto Schiaffino era el reflejo de la discreción. Un hombre de pocas palabras, sonrisa cálida pero reservada, que contrastaba con la brillantez que desplegaba con el balón. No era amigo de la figuración, ni de los excesos.

Estuvo casado con su amor de toda la vida, Angélica, con quien construyó una familia sólida y discreta. Su hogar era su refugio, el lugar donde Pepe era simplemente Juan Alberto.
La pesca en Piriápolis era uno de sus gustos personales, entre algunos otros. No se le conocieron excentricidades ni pasiones públicas más allá del fútbol. Su concentración y su vida ordenada eran parte de su método, su forma de ser.
Tras colgar los botines en 1962, Schiaffino intentó una breve incursión como entrenador, dirigiendo incluso a la selección uruguaya, pero el éxito no fue el mismo que como jugador. Su silla de mando era el mediocampo, no el banco de suplentes.
Sin embargo, en su pasaje como entrenador de Peñarol, ganó un clásico histórico en la Liguilla de 1976, cuando los aurinegros golearon 5-1 a Nacional con tres goles de Julio César Giménez.
Su partida dejó un vacío, pero su legado se agiganta con el tiempo. Es universalmente reconocido como el mejor futbolista uruguayo del siglo XX por la Federación Internacional de Estadísticas e Historia en el Fútbol (IFFHS), y figura en el equipo ideal de la historia de los Mundiales.
El Pepe fue más que un campeón del mundo; fue el paradigma del futbolista pensante, el que entendía el juego un paso adelante, el que, con su inteligencia y elegancia, supo silenciar un estadio y cambiar la historia del fútbol para siempre. Su recuerdo perdura en cada relato del Maracanazo, en cada elogio a la inteligencia sobre la fuerza, en cada mirada que busca al verdadero cerebro detrás de la pelota.
Noticia rastreada 28 de julio 2025 - 10:15 CET @bostero.dev